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La Novia Equivocada Novela de Day Torres

LA NOVIA EQUIVOCADA CAPÍTULO 40
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CAPÍTULO 40. Usted solo es un ladrón Amelie abrió los ojos despacio, y sonrió inconscientemente al

darse cuenta de que estaba acurrucada con Nathan. Su mirada se adaptó alrededor y se dio cuenta

de que estaba en un cuarto muy bonito, pero la cama era rara. No tenía idea de dónde estaba pero

mientras estuviera con él se sentía a salvo.

– Cinco minutos más – susurró Nathan en su oído y ella aspiró su olor, pegándose más a él.

– ¿Dónde estamos? —preguntó con la voz rasposa y Nathan se desperezó en un instante al darse

cuenta de que tenía un momento feo por delante contándole todo lo que había sucedido. Le apartó un

mechón de cabello del rostro y la abrazó con fuerza.

– Nena, estamos en una clínica desde hace poco más de un día –murmuró Nathan con suavidad–. Te

drogaron en la fiesta de la fraternidad.

El corazón de Amelie se hundió al oír sus palabras, los recuerdos de lo que había sucedido volvieron a

su mente y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Pero incluso en medio del miedo y la

confusión que se agitaban en su interior, una cosa estaba clara: quién lo había hecho.

– Stephanie! ¡Ella lo hizo! ¡Ella lo hizo! ¿Verdad? –grito desesperada—. ¿Ella quería...! ¡Ella me...! –se

ahogó con sus propias palabras, pero Nathan la calmó con palabras dulces.

– No te hizo nada. De verdad no te hizo nada, nena. Rex estaba ahí, llegó a tiempo y te sacó – dijo

Nathan apurado y le limpió las lágrimas–. Todo está bien, chiquilla. Todo está bien.

En la historia Nathan se ahorró la parte en que había tomado represalias contra los Wilde y la forma

en que Aquiles lo había amenazado con matarlo. Solo quería llevarla a casa y protegerla de todo.

Pocas horas después el doctor Benson la declaró lista para irse y Nathan la llevó a casa más

custodiada que un diamante de las joyas de la corona inglesa. Sophia y el abuelo la recibieron con

alegría, y Nathan ni se molestó en dejarla irse a su cuarto, en lugar de eso la llevó directamente a su

habitación, y Amelie se quedó boquiabierta cuando vio todos los cambios que había hecho en aquel

lugar.

Ahora había un diván enorme frente a la chimenea, en lugar de dos butacas. Todo era lindo y

diferente, como un poco más femenino. Incluso la cama había sido cambiada por una de altos doseles

de madera. Había un hermoso camino de pétalos de rosas hasta ella y en medio Amelie vio una cajita

de terciopelo blanco.

– Espero que este si te animes a usarlo –susurró él mientras Meli abría la cajita y encontraba un anillo

precioso. Era una alianza simple, con decenas de diminutos diamantes incrustados, y por dentro tenía

una sola inscripción: Mi Ángel. Meli perdió el aliento y se giró hacia él con los ojos húmedos.

– De rodillas, King, haz esto como se debe – lo regañó. Nathan rio feliz y enseguida clavó una rodilla

en el suelo.

–Meli ¿quieres ser mi prometida y todo lo que venga después? —preguntó con el corazón en la mano.

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–Sí, señor “ogruto“, sí quiero –aceptó y él le puso aquel simple anillo que era perfecto para ella.

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Meli ya no quiso regresar a clases esa semana, solo estuvo hablando con Rex para que le enviara los

apuntes por correo y averiguar qué tal había salido el proyecto de la maqueta. Ese fin de semana lo

pasaron en familia. Fueron a ver de nuevo el Show de las Ballenas y esta vez hasta el abuelo salió

mojado.

–¡Lo digo y lo repito! ¡Esta tienda de regalos se está haciendo rica a costa de los King! –se carcajeó el

señor James, que ni corto ni perezoso se ponía su pijama de ballenas junto a toda su familia y

cenaban en el restaurante del acuario.

Al día siguiente Meli cocinó, y por la noche prepararon una fogata en el jardín y acamparon. Estaban

sentados en el césped mirando las estrellas y los cuentos de terror de Nathan hacían reír a todos

porque no asustaban a nadie.

Meli sonrió, feliz por estar rodeada de una familia amorosa. Era como si por un instante pudiera olvidar

todo lo malo que había pasado, y ahora, con Nathan a su lado, sabía que tenia a todo lo que

necesitaba para ser feliz. Fue un fin de semana muy divertido, y en todo momento estuvieron

rodeados de la mayor seguridad, aunque solo Nathan lo sabía. Él solo quería que Meli se sintiera

segura y se divirtiera, porque en un par de días comenzaría el juicio por la herencia y llegarían

momentos muy estresantes.

Era martes, apenas las nueve de la mañana cuando Amelie salió del vestidor con un traje sastre de

mujer en suave tono pastel. Se maquilló poco y se decidió por unas balerinas, porque con el

nerviosismo que llevaba, era poco probable que no se tropezara.

Nathan le ofreció su brazo y en el salón ya estaba esperándolos Paul.

– Te deseo la mejor de las suertes, hija –la despidió el abuelo y los vio salir de la casa para dirigirse al

juzgado. El juicio comenzó ese día, y tal como Nathan pensaba, fue un hecho profundamente

estresante.

Cuando Meli y Nathan tomaron asiento en la sala, pudieron sentir el peso de la anticipación en el aire.

Era la oportunidad de Meli de recuperar por fin su herencia y librarse de los Wilde de una vez por

todas.

Su tío había conseguido un buen abogado, guiado por la ambición de todo lo que podía ganar si le

quitaba las empresas Wilde, pero ellos tenían a Paul Anders y el respaldo de la ley de su lado.

Meli agarró con fuerza la mano de Nathan mientras escuchaba las declaraciones de los testigos de

ambas partes. Pero cuando oyeron que la mayoría de la evidencia estaba a favor de Amelie, se

sintieron muy aliviados.

El juez parecía un hombre severo y completamente imparcial en el caso, además tenía reputación de

ser muy recto.

–Su Señoría, llamamos a declarar a la señorita Amelie Wilde – dijo el abogado de su tío.

Mientras la tensa sala guardaba silencio, Meli contuvo la respiración y se preparo para subir al

estrado. Con una mirada decidida, Meli juró sobre la Biblia.

–Señorita Wilde. ¿Conoció usted a su padre? Meli arrugó el ceño, pero no podía mentir.

– No. No, mi padre murió cuando yo era muy pequeña. Sé que debo haberlo conocido, pero no lo

recuerdo – respondió. –¿Su padre, Russell Wilde? — insistió el abogado.

–Sí, mi padre Russell Wilde —repitió Meli.

–Y si no lo conoció, ¿cómo está usted tan segura de que es su padre? –¡Porque mi madre me lo dijo!

–replicó la muchacha molesta. – Pues su madre bien pudo mentirle – aseguró el abogado –. ¡Digo,

hay muchos millones en juego aquí!

Al escuchar las acusaciones del abogado, el corazón de Meli se hundió. Estaba claro que su tío

estaba utilizando todas sus armas para arruinarla y quitarle lo que le correspondía por derecho. Pero

ella no se daría por vencida tan fácilmente. Su orgullo estaba en juego y estaba dispuesta a luchar

hasta el final, aunque eso significara perder la herencia de su padre. –¡Mi madre era una mujer

honesta! – declaró con fuerza–¡Más honesta de lo que fue su cliente al ocultarme durante años que yo

era la heredera de mi padre! ¡Me llevó a su casa cuando tenía diez años y me mandó a vivir y trabajar

con la servidumbre! ¡Y no es que me moleste trabajar, pero esa era MI casa, comprada con el dinero

de MI padre, un dinero que me dejó a Mí! ¡Y todavía tuvieron el descaro de querer cobrarme la

educación que me dieron!

–Señorita Wilde, yo no le pregunté por...

–¡No, no no, usted si preguntó, así que ahora se aguanta mi respuesta! – siseó Amelie. El juez se

encogió de hombros y Nathan parecía un sapito hinchado del orgullo–. ¡Para empezar me sacaron de

mi escuela y me mandaron a un colegio público mientras mi prima iba a mi escuela privada! ¡Y cuando

cumplí los dieciocho me dijeron que debía salir a trabajar para devolverles todo lo que habían gastado

en mí! ¡O me va a negar que la cuenta a la que me pagaban mi salario en el grupo KHC era la cuenta

personal de la tía Heather?

–¡Nosotros no te lo exigimos! –grito Aquiles– ¡Tú lo hiciste por tu cuenta...!

–¿No me lo exigieron? ¿¡Entonces cómo explicas la demanda que pusieron en mi contra por deudas

impagas para mandarme a la cárcel, para que no pudiera venir al juicio, para que no pudiera reclamar

mi herencia!? – lo increpó Amelie y Aquiles se puso lívido.

Desde su asiento Paul le dio un codazo a Nathan. –¡Qué temple tiene la muchachita! ¡La quiero en

una pasantía, ya! ¡Va a ser la mejor abogada de este país! – le susurró emocionado.

– Inútil, haz algo! — le gritó Aquiles a su abogado. —Orden, orden! —exclamó el juez–. Abogado,

¿tiene algo más que preguntar? – No, Su señoría, pero nos gustaría solicitar de inmediato una prueba

de ADN para demostrar que Amelie Wilde no es hija legítima de Russell Wilde y por tanto no tiene

derecho a su herencia.

Sin embargo, antes de que el juez siquiera considerara la idea, Paul Anders se puso de pie.

–Su Señoría, respecto a eso, me gustaría tomarme cinco minutos para interrogar al señor Aquiles

Wilde, si usted lo permite.

El juez consintió y Amelie bajó del estrado para que subiera su tío. Ya habiendo jurado, Paul se le

acercó con una sonrisa y una carpeta de documentos en las manos.

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–Señor Wilde, ¿es cierto o no que a Amelie ya se le practicaron dos pruebas de paternidad? –

preguntó y Aquiles levantó la barbilla con orgullo.

– No sé de qué habla...

– Bueno, según declaraciones del antiguo abogado de su padre, el señor Patrick Lisbon, a Amelie se

le practicó una prueba al nacer, como protocolo de la familia Wilde, y una tras la muerte del señor

Russell, cuando se hizo la primera lectura del testamento. ¿No lo sabía?

Aquiles apretó los dientes.

– No.

–¡Qué raro, porque usted figura como uno de los testigos en la toma de sangre!

–¡Pero nunca confié en los resultados!

– Entonces sí lo sabía o no lo sabía?! – lo acosó Paul–.¡Le recuerdo que el perjurio es penado por la

ley, señor Wilde, y esta sería su primera mentira! ¿Lo sabía o no lo sabía!? –¡Sí, sí lo sabía, pero no

confiaba en que Amelie fuera la hija de Russel! –exclamó Aquiles. – Quiero que repita eso de nuevo –

pidió Paul. –¡Objeción!

–¡No estoy pidiendo ninguna locura, solo que repita alto y claro lo que acaba de decir! – siseo Paul.

– ¡Bien! ¡No confiaba en las pruebas! –Aquiles levantó la voz,. ¡Siempre estuve seguro de que Amelie

no era hija de mi hermano! ¡No es mi familia! ¿Eso quería oír?

Paul Anders sonrió, y regresó a su escritorio por otra carpeta.

–Sí, exactamente eso quería escuchar, señor Wilde, porque me encantaría saber cómo fue entonces

capaz de poner en peligro la vida de su propia hija.

Aquiles arrugó el ceño son comprender.

–Invierno de hace cinco años – declaró Paul levantando un documento–. Stephanie Wilde fue

ingresada por una apendicectomía de emergencia. Problema: su hija tiene un tipo de sangre muy

difícil de conseguir, AB negativo. – Aquiles palideció—. No había sangre en el hospital, no podían

operarla, y usted mandó a que le sacaran sangre a Amelie.

–Eso no fue así…

–¡Aquí está la declaración de todo el equipo de cirugía! –exclamó Paul —. ¡No se podía hacer la

operación, no había tiempo para exámenes de sangre! ¡Aquí tengo el consentimiento que usted mismo

firmó reconociendo el riesgo, usted hizo que Amelie le donara sangre a su hija porque sabía que tenía

el mismo tipo de sangre rara...! –Objeción!

–¡Usted arriesgó la vida de su hija!

– No...

––¿Usted pudo matarla! ¡Esa sangre es muy rara! ¡A usted no le importó! – le gritó Paul golpeando el

estrado frente a él. 2

–¡Yo jamás pondría en peligro a mi hija! –gritó Aquiles.

–Entonces no es cierto que no confiaba en esos resultados de paternidad, señor Wilde – sonrió Paul y

Aquiles se dio cuenta de que lo había atrapado–. Usted sabía que Amelie tenía el mismo tipo de

sangre que su hija, el mismo que su difunto hermano Russell. Usted siempre ha sabido que Amelie es

la hija biológica y legítima de su hermano. Usted solo es un ladrón.